martes, agosto 30, 2005

Via "arteria"...

LA SÉPTIMA: MÍSTICA Y DESENCANTO

Si hay algo que hace diferente a la carrera séptima del resto de las vías sobre las que nuestra bogotana existencia ocurre es la variedad de cosas que sobre ella se viven y se ven. Las calles suelen tener un carácter más o menos definido, de acuerdo con su forma, su ubicación, y de hechos como si en ellas pasan buses o no, si tienen ciclorruta o no, si llevan a un tipo de lugar o a otro, entre otras cosas. El carácter de la séptima es precisamente su falta de carácter, su dinamismo y variedad; es el escenario donde coexiste lo más crudo y lo más tierno, lo más religioso y lo más sórdido, lo más infantil y lo más serio.

Aventurarse a recorrerla es estar dispuesto a ver la variedad y contradicción de Bogotá y sus habitantes. Es ver cómo la gente que vive sin más se confunde entre la sombra de una masa aparentemente inerte que parece sólo estar movida por la rutina, pero que dentro de cada una de sus partes individuales tiene conflictos, afanes y motivos muy particulares que muchas veces se acallan por arte de la necesidad pero que también salen a flote cuando realmente se es lo que se es. No se muy bien la razón, pero sólo en esa calle contigua a los cerros que con tanta devoción buscamos para ubicarnos es posible ver a la gente bogotana siendo a la vista de todos.

Es donde vemos los ojos de alegría de un indigente a quien le han regalado un par de piecitas miserables de pollo para alimentar a su familia, y mientras se dispone a devorarlas con avidez cierra su círculo en un momento tan íntimo que no es posible estrellarse con él sin conmoverse, sin chocar con el instante en el que esa familia encontró, en una acera y con algo para comer, un hogar. Es el lugar donde vemos la pretensión bogotana de ser una gran ciudad con grandes edificios, donde el orgullo se nos hincha por vivir en la Capital, donde nos convencemos que a las alturas los problemas desaparecen porque no los podemos ver. Allí tambíén contrasta la espontaneidad de un niño que se maravilla de que la altura de esos 'edifiociototes' permite estar más cerca del Niño Dios con la rigidez de los empleados que entran y salen de afán de estos bloques de cemento y de estos árboles de asfalto, que venden todo lo que su corazón es a cambio del sustento para la familia.

Es el lugar donde es cuestion de caminar algunos metros para salir de un parque y meterse en las fauces de un bus chimenea, donde encontramos que la cultura es vecina de la incultura y la tranquilidad de la prisa, donde de la experiencia casi sobrenatural de parecer ser llamado por las profundas campanas de una iglesia misteriosa choca con el afán de sobrevivir sin ser tocado, mientras que otras campanas más nostálgicas recuerdan un par de cuadras más arriba que quizá todo eso por lo que nos afanamos es efímero y que sólo importa lo que hagamos por nosotros y nuestra felicidad. Es, en últimas, la arteria por la que corre la savia vital de Bogotá.

sábado, agosto 27, 2005


¿Me regala una infancia?

LOS HIJOS DE LA NADA

Con cada nuevo amanecer, en cada una de nuestras vidas de ciudad, aparecen las primeras nubes de humo y los primeros afanes mañaneros, y con esto, casi de la nada, se aparecen ellos. Despertados por el canto de los pájaros en el mejor de los casos, o por el ruido ensordecedor de un bus si se tiene mala suerte, salen de su mundo de sueños en el que al menos tienen derecho a soñar, para afrontar su triste y cruda realidad, donde las infantiles fantasías se alimentan, y se interrumpen también, por el hambre.

En sus ojos se adivina la dualidad de su existencia: allí donde alcanza a brillar tenuemente la inocencia que la calle les arranca a pedazos del alma, también asoma, con la fuerza del dolor, la tristeza de tener que vivir, casi desde el amanecer de su existencia, una realidad que no escogieron, que no provocaron, y que está ahí porque nadie puede ni quiere darles nada mejor.

Y con el despuntar de la mañana empieza su calvario, donde son explotados cruelmente con el objetivo de que consigan unas pocas monedas, de que traigan algo de sustento a sus familias y a ellos mismos. Solo buscan, en la mayoría de los casos, una sencilla recompensa: que haya para comer en todo el día un pedazo de pan y un poco de panela. Venden dulces, se asoman al corazón de los transeúntes para prostituir su inocencia por doscientos miserables pesos, en los que el dulce en cuestión no es lo que se paga, lo que vale es la sonrisa de un niño.

Lo que el generoso -e ingenuo- transeúnte no alcanza a imaginar es que está alimentando el problema. Entre más dinero pueda ganar un niño, su explotador va a mantenerlo por más tiempo en la calle, con todo lo que aquello implica. Lo que es más, algunos bárbaros lastiman a sus propios hijos, haciéndoles cicatrices muy dolorosas y muy evidentes, para que ellos despierten la lástima de los bondadosos, y así seguir obteniendo dinero a expensas de aquellos que no pueden defenderse, so pena de que esa defensa sea el último acto de la vida.

Otros, por obra y gracia de sus padres y/o explotadores, ahora ya no son niños, solo son unos pequeños viciosos adictos a cualquier paradisíaca porquería, que se estrelló en su camino por cualquier razón, pero sobretodo porque nadie fue capaz de protegerlos. Así, ya no piden para comer, sino para drogarse, y si lo que se ganan de limosna ya no calma la adicción, cualquier “vuelta” que se haga, cualquier celular que se le robe a un peatón indefenso garantiza unas horas de deliciosa traba.

Y esta realidad no nos es ajena. Todos hemos visto como muchos niños son curtidos por la vida callejera desde su más tierna edad, a la vista de una sociedad a la que parece no importarle y de unos transeúntes cuyo único sentimiento es una indiferencia dolorosa, todo porque ellos son niños que no tuvieron la suerte de nacer donde los pudieran mantener también puedan soñar y jugar.

martes, agosto 23, 2005


Dejadnos tranquilos, dejadnos fumar...

lunes, agosto 22, 2005

LA AGONÍA DE LA CHIMENEA

Como todos sabemos, el Código de Policía que hace un año largo se nos quiso imponer de forma poco amable a los habitantes de Bogotá prohíbe muchas cosas; no se puede tomar cervecita en una tienda ni hacer fiestas por la noche. Afortunadamente no hacemos caso de muchas de esas cosas, y ni a nuestros vecinos -bueno, a la mayoría- ni mucho menos a los dueños de nuestras queridas tiendas expendedoras de jugo de cebada parece importarles. Sin embargo, las restricciones respecto al consumo de cigarrillo parecen ser aceptadas por la comunidad bogotana.

Esto es excelente, dadas las consecuencias que para los no fumadores tiene el respirar el humo de los fumadores, sobre todo cuando los pasivos no decidieron hacerlo. El problema es que se están vulnerando algunos derechos a los fumadores, porque a nadie le interesa construir zonas donde se pueda disfrutar de un cigarrillo y porque la reglamentación es bastante arbitraria. Es inconcebible que no se pueda fumar en lugares como un billar o un casino, y más inconcebible aún es que no se pueda fumar en un parque. En lugares como aeropuertos y restaurantes no se construyen zonas para fumadores simplemente por que no es buen negocio hacerlo, y en estos lugares simplemente no se puede pretender que un fumador empedernido intente evitar su vicio después de una comida o de un vuelo sin causarle una gran molestia.

Algunos dirán: si quiere fumar, sálgase. Otra muestra más de la rampante intolerancia y de la grosera ignorancia de que padece el colombiano promedio. Ese mismo colombiano que, por ejemplo, disfruta del campeonato profesional de fútbol patrocinado por la marca de cigarrillos más fumada en Bogotá, o disfruta de las hermosas modelos publicitarias de otra marca de tabaco. Las primeras empresas en Colombia fueron tabacaleras, y ese cultivo aún da de comer a muchas familias en Santander y la costa.

Lo que es indiscutible es que el cigarro hace parte de la vida diaria de los bogotanos. No es más que caminar mirando los andenes para ver que las colillas se cuentan por montones, y que no hay tienda o café en el que no se expendan cigarrillos. Cuando llegué a Bogotá me sorprendí al ver la cantidad de humo que botaban los rolos, y desafortunadamente –debo decirlo- me uní a ese grupo. El punto es que se ha llegado al extremo en la política antitabaco que hay quienes tienen la indecencia de molestarse por el olor a humo en las pocas zonas de fumadores que hay en esta ciudad. Así que, señoras y señores no fumadoras o fumadores, sabemos muy bien que ustedes están en todo su derecho de respirar aire puro; pero nosotros también estamos en el nuestro de respirar aire viciado.

jueves, agosto 18, 2005


Si quiere que lo atiendan, pues aguántese...

HAGA LA FILITA

Si hay algo más torturante que estar horas de pie detrás de alguien, esperando ser atendido para hacer un pago en Bogotá, no se que sea. Parece que los lugares donde parece una obligación hacer una fila se creen los dueños del tiempo de la gente. Llegar a esperar horas, para ser mal atendido por alguien que está más pendiente de un tinto o del teléfono que de su trabajo, y terminar cansado y con la obligación de hacer otra fila porque falta un punto en una firma, o porque el sello debía ser negro y no azul, es simplemente una falta de respeto para quienes nos toca hacer las filas para pagar los servicios o para cualquier cosa.

Lo triste es que a nadie parece importarle. No se por qué razón los bancos gastan dinero en poner vidrios para seis cabinas si sólo va a atender un cajero. Sin contar los poco entendibles volantes de consignación, el “amigo de un amigo” de alguien de más adelante, la típica instrucción “vaya a la otra ventanilla” cuya fila le da la vuelta a la manzana, los cajeros que creen que uno, pobre contribuyente, les debe la vida a ellos y que por consiguiente lo pueden tratar como les de la gana, los celadores que se creen guardias de guerra y suponen que pueden mirar mal o hacerle aún más incómodo el rato del trámite a quien les de la gana, y tantos otros idiotas que parecen ser felices con la resignación y rabia de los que hacemos fila.

Sin embargo, es muy posible ponerse a hablar con el vecino, quejarse mutuamente sobre lo inmundo e innecesario del trámite, e inclusive intentar hacer escándalo para protestar por el pésimo servicio. Con todo, los bancos y todas las entidades deberían entender que el dinero que usan para pagar las afiliaciones a clubes y los choferes de sus presidentes viene de aquellos a quienes maltratan, denigran y tratan como imbéciles que sólo vienen a dejar su dinero para que dentro de un mes no aparezca el pago registrado.

Y lo peor es que están empezando a cobrar por las transacciones por medio de nuestro amado Internet. Sádicos ellos…

martes, agosto 16, 2005


Que canina es vuestra vida...

CANES ROLOS

La diferenciación social no sólo se da en nuestra vilipendiada pero adorada especie humana. También los canes, nuestros -o vuestros- mejores amigos parecen organizarse en castas o estratos, de forma análoga a sus dueños. Es curioso ver, a la manera de esas películas de Disney en las que el vagabundo mira con tristes ojos la ventana de un rico que disfruta de un pavo más grande que un grán danés mientras se aferra con ese sentimiento de no se qué pero que uno espera no llegar a sentir nunca a su pedacito de casi nada, como los perros callejeros miran con esos mismos ojos vagabundos las delicias de sus congéneres "adinerados".
Pero estos perritos no deben sentir algo así -porque eso sólo lo sentimos quienes fuimos educados cinematográficamente con la melcochuda sensiblería de Disney. Cuando se habla de "vida de perros" generalmente no se piensa en una vida en la que uno no tiene ni que limpiarse el c...; se piensa en una vida absolutamente contraria, llena de penurias, obligaciones y sufrimientos. Los perros callejeros viven muy bien, sólo tienen que vagar para conseguir comida, mirar bonito para conseguir cariño o acurrucarse para desahogar el intestino. No hemos sido pocos quienes hemos caido en la trampa de un perrito callejero que nos mira con ojos de "quiéreme" y lo logra, le pagamos veterinario y guardería, soportamos con él los regaños paternales por su poca sociabilidad excepto con su buen samaritano, y al final nos toca dejárselo a otro samaritano quien sabe qué tan bueno.
Además, la vida de los indigentes sería demasiado triste sin sus caninos compañeros. Una de las cosas más impactantes que uno puede ver en la ciudad es la simbiosis que se desarrolla entre ambos personajes, es una relación que nisiquiera muchos padres logran con sus hijos. Los perros simplemente se dejan querer y sus callejeros amos simplemente los quieren. Esa es la verdadera 'vida de perro', del perro que aquí en Bogotá es una plaga para algunos y un amigo para otros.
No se muy bien por qué la gente habla tan mal de los canes. Cuando una niña desilusionada se queja de lo "perro" que es su ex-novio frente a su canino amigo seguramente no se da cuenta de lo incoherente que es. Cuando un conductor de bus insulta de "perro hp." a un colega que le quitó un pasajero mientras lleva el trozo de retal de carne para su bestia doméstica tampoco creo que se de cuenta; y así infinidad de veces. Se que a algunos de mis lectores les encantan los gatos, pero con ellos tengo problemas -con los gatos, no con los lectores-: soy alérgico a su pelo. Entonces sólo estoy en posición de salir en defensa de los perros, de esos como aquel que alguna vez adopté, que me toco dejar, y que ahora se me aparece en la cara de todos los perritos que deambulan por nuestra ciudad.
PS: Haga clic aquí sólo si quiere conocer los límites de la estupidez e ignorancia humanas.

viernes, agosto 12, 2005

¿Se vende tranquilidad?

POLICÍAS Y LADRONES

En el centro, los vendedores ambulantes viven de esconderse de la policía. Hay horas del día en las que es relativamente fácil encontrarse con uno de ellos, pero hay horas en las que las calles parecen un desierto. Los policías, por su parte, cada cierto tiempo pasan orondos con sus motos o sus bolillos en la mano, y con su mirada vigilante y agresiva esperan encontrar uno de estos "criminales" invasores del espacio público para divertirse fastidiándoles la vida, o para darles su "merecido" estampándoles el bolillo en la espalda o el estómago.
Analicemos los dos lados de esta situación. Por un lado, los vendedores están en el limbo económico y están viviendo del dinero que se pueden ganar a escondidas, el cual por supuesto es mucho menos que antes. Es cierto que invaden el espacio público y que el libre disfrute de éste es un derecho colectivo, pero también es cierto que se les prometió reubicación pronta y alternativas económicas y no se les ha dado nada de eso. Algunos cambiaron de oficio por su cuenta, pero el hecho de que muchos sigan jugando a policías y ladrones-vendedores -porque para algunos idiotas es lo mismo- demuestra que esas promesas no se han cumplido. "Puras palabrerías", como me dijo hoy mi ótrora habitual expendedora de cigarrillos y chicles cuando me la encontré después de tres meses de no verla. Todo esto sin contar que todos ellos tienen hijos, que aún tienen deudas con los proveedores, y que las promesas incumplidas como reparación o compensación a las víctimas de leyes aplicadas a la fuerza son la clase de fenómenos que han cultivado el resentimiento que hoy nos tiene en las que nos tiene...
Por otro lado están los verdes, los agentes de policía que son quienes, en últimas, tienen la obligación laboral de evitar que los vendedores vuelvan. Vaya trabajo. En primer lugar hay que recordar que la mayoría de ellos son de extracción humilde, y que ese uniforme y ese bolillo representan su única alternativa de subsistencia. Creo que esa es la razón por la cual la mayoría de ellos no está de acuerdo con la medida; pero que nadie se vaya a enterar, porque o si no sus madres no tienen para la medicina ni sus hijos para la leche.
Sobre la crueldad con la que por lo general actúan se pueden decir cosas interesantes. En primer lugar, que es posible que su empleo sea una instrucción directa de los superiores motivada por la necesidad de coaccionar a los vendedores a irse de una vez y para siempre. También es posible, por otra parte, que la poca "autoridad" que detentan les haga creer que pueden pisarle la cara e irrespetar a quien se les de la gana. Esto es producto de la poca preparación que la institución policial les da para manejar ese "poder", lo que sumado al ambiente resultadista en el que quien capture a alguien sale el domingo hacen que cualquiera sea sospechoso y el que mire mal sea perseguido. Obviamente también hay agentes que sí saben hacerse respetar y tratar a las personas, pero la Policía debe tener en cuenta una máxima del mercadeo: cuando uno tiene una buena impresión de un producto, uno le cuenta a una persona o dos. Cuando la impresión es mala, uno le cuenta a todo el mundo.
La culpa no es de unos ni de otros, es de la Alcaldía porque lo único que logró reubicando a los vendedores ambulantes fue hacerles la vida difícil a unos y a otros: los expendedores siguen ahí por ratos y el espacio público no se ha recuperado, porque cuendo no está lleno de vendedores está lleno de policías. Ésta parece ser otra guerra creada por los poderosos en la que los pobres pelean contra los pobres. ¿Liberales contra conservadores? ¿Guerrilleros contra paramilitares contra soldados? Puede parecer, pero esta guerra es de vendedores contra policías.

lunes, agosto 08, 2005


Ay juemadre...

DEL PORQUÉ SE QUIERE A UNA CIUDAD

Dedicado a todos y todas quienes hacen parte de esta historia
El viernes pasado me encontraba en un lugar del que hace algún tiempo no salía, pero al que hace mucho tiempo no volvía. Y allí me di cuenta que mi vida, al igual que la de muchos de ustedes, está ligada a la vida de esta ciudad. Cuando yo llegué me tocaba levantarme a las seis de la mañana para tomar un bus sobre la avenida 19, aguantando el frío del recién llegado y los trancones de la obra de la glorieta de la 100 con 15. Bueno, aunque los inaguantables trancones continúan y el camino ahora es más largo y su tránsito más tedioso, ocurrió que, tanto tiempo sentado en un bus oyendo las voces de melcocha de los locutores de los programas mañaneros de La Vallenata o Tropicana e imaginando la vida de tanto especímen montado me hizo entender por primera vez el significado de vivir en Bogotá.
Las calles. casas, parques y fachadas viven su vida propia y albergan nuestras vidas. Cuando somos niños, corremos y montamos bicicleta en cualquier par de metros cuadrados que tengan pasto y que creamos que no está minado por los desagradables desechos de un can. Luego, esas mismas calles nos muestran muchas de las cosas buenas y malas de la vida, los amigos y los ladrones, los consejos y los vicios, las mujeres que nos gustan y los personajes que detestamos. Y las calles van viviendo su propia vida: les salen huecos y jardines, las maquillan con pintura y con grafitti, se adornan con niñas lindas o con basura...
Luego llega la triste etapa en la que a uno le toca salir a estudiar. El mundo de la ciudad se ensancha, los recorridos se van haciendo familiares y en la memoria se van grabando las vallas publicitarias, las direcciones, los carros, los lugares, los casos y las cosas que vamos viendo en esos diarios y acostumbrados caminos. Y llega un tiempo en el que los recorridos ya no son sólo al colegio, uno empieza a explorar como gato cachorro en casa nueva las callejuelas intrincadas de nuestra ciudad, y va conociendo a todos estos personajes que son de fuera de la casa, que los padres no quisieran que uno vea pero que inevitablemente forman parte de nuestro variopinto paisaje.
Y cada buen recuerdo está ambientado en un buen lugar: El helado que vendían en la tienda a cien pesos y que uno dejaba derramar en sus manos caminando hacia el parque, el primer beso en el borde de un andén cualquiera, el balón que se iba a la calle por encima de las rejas de una cancha de algo, las carreras en bicicleta alrededor de una manzana, la infaltable cerveza que se comparte con los amigos en una tienda mientras se habla de nimiedades, las caminatas por la séptima hasta el Parque Nacional, y todos aquellos en los que, al lado con el hecho en sí, viene a la memoria el lugar donde ocurre.
Afortunada y desafortunadamente, el escenario cambia. Mi mamá me cuenta con tristeza sus tardes en el ótrora hermoso Salto del Tequendama, y mi abuelo me relata con nostalgia las salidas con mi mamá y mis tíos al Parque Nacional a comer mazorca de tres centavos y a montar en carrusel. La vida de la ciudad es la vida de sus habitantes, y somos catorce millones de manos que le damos forma, queriendo y sin querer, a recuerdos ya no sólo de sus vidas sino de sus lugares.
No se si dije todo lo que se me ocurrió sentado en ese bar con una cerveza en la mano mientras mis amigos conversaban, pero aún tengo muchas cosas atropelladas. Con todo, creo que más o menos eso es lo que significa para mì vivir en Bogotá, y creo que esas son las razones por las que se quiere a una ciudad, y no necesariamente -pero en mi caso- a Bogotá. Perdonen lo cursi.

YA TENGO OFICIO

Queridos lectores: Ya no voy a poder postear tres veces por semana -de hecho hace dos semanas que no lo hago-. Es dificil cuadrar el tiempo entre lecturas, trabajos, transmilenio, clases y el 'blog', por lo que este último -no por menos importante sino por menos obligatorio- se vio sacrificado. Entonces, sólo postearé los lunes y los jueves, y los martes cuando los lunes sean festivos. Espero me disculpen, y nos veremos todos los lunes y jueves para discutir sobre esas pequeñas cosas que hacen de Bogotá lo que es. Gracias por su atención y les ruego que me vuelvan a disculpar.
JOSE LUIS PEÑARREDONDA

miércoles, agosto 03, 2005


Bogotá certifica que este auto es bogotano...

LA TAN BOGOTANA CULTURA DE LA MALA VIDA

Quien haya sido víctima de las emisiones de Transmilenio en las estaciones, sabe de lo que hablo. Igual que quien, caminado por la séptima, haya sido ahogado por los buses chimenea, o quien haya visto la inmensa capa de humo desde los cerros hacia el norte a las seis de la mañana. También quien sufra de asma, quien se haya desmayado en una estación de nuestro querido sistema de transporte, o incluso quien haya visto cuán sucias están las señales de tránsito en algunas calles. Al igual que todo aquel a quien le haya tocado soportar un trancón de esos interminables o uno de esos estridentes conciertos de pitos y sirenas.

Respirar, transitar y relajarse en Bogotá se ha vuelto misión imposible. Ya no hay aire, salir a las siete de la mañana es una tortura porque simplemente no se puede inhalar algo que no huela a humo. El paso "peatonal" del Eje "Ambiental" es una pesadilla para los peatones, que sienten como un bus rojo y lleno de estos vomita un gas negro caliente y maloliente justo en frente de sus caras. Miles de carros, taxis y buses nuevos entran a circulación cada año y alimentan el problema, y mientras tanto el DAMA reparte los cerros entre los distintos ex-acreedores de sobornos.

Y de soluciones mejor no hablemos. Las estaciones de gas natural son demasiado pocas y siempre están llenas, mientras que la supuesta red de monitoreo del aire que tiene nuestro querido DAMA no sirve para nada. ¿Arbolitos? Están enfermos los pobres, se están muriendo, y los pocos espacios relativamente verdes –es decir un poco menos grises- son dominios de los distintos atracadores que conviven con nosotros en nuestra querida ciudad. Nuestras vías, que siempre están en obra porque nunca quedan bien, no aguantan tanto carro porque nadie pensó que en Bogotá llegara a vivir tanta gente; y las políticas sobre ruido simplemente no sirven para nada, los niveles ‘tolerables’ son exactamente lo contrario.

No niego que Bogotá tiene cosas demasiado buenas, pero todo esto, además de los eternos afanes, el exceso de publicidad, el clima ebrio, los huecos, el sol que no calienta pero que quema, y otra gran cantidad de cosillas, hacen de la vida del bogotano o del inmigrante que aquí vive algo un poco más desesperante cada vez. He aquí, frente a nuestros pobres ojos citadinos, el resultado de cambiar la cultura de la vida por la tan bogotana cultura de la mala vida. Pero bueno, alguien se puede salvar: el que puede pagar por evitar estas molestas.