miércoles, diciembre 28, 2005

LA VÍSPERA

Este es el único cuento que publicaré en este blog.

El año viejo, lleno de harapos y pólvora se consume en la mitad de la calle, y con él algunos creen que se quema todo eso que no se quiere tener cerca de partir del día siguiente, del año siguiente. Las mismas canciones que anuncian el nuevo año, que prometen que la vida va a cambiar y que el año viejo no se olvida vuelven a sonar al unísono por todos los parlantes de la cuadra, mientras algunos locos dan la vuelta a la manzana con una maleta llena de tamales y otros tiran voladores y brindan porque el año ya va a acabar.

Ella bailaba con otro. Ella, la niña flaca con ojos azabaches, negros como la camisa que aquella noche él estrenaba. Ella, que vivía dos casas a la derecha de la tienda de don Pepe, que quedaba al frente de la zapatería de su madre, en cuyo segundo piso Fernando vivía y soñaba. Doce años tenía. Doce muñecos de año viejo había él visto quemarse, doce muñecos como ese que ardía rodeado por los vítores de los señores de la cuadra, que un poco más ebrios y alegres que de costumbre creían, como todos los años, que con ese año viejo se quemaba la hipoteca, la cantaleta de la suegra o la falta de dinero.

Pero para él no era así, sabía que lo único que cambiaría sería la hoja del calendario, el último número de la fecha. Por primera vez en su vida sintió ganas de tomar vino, pero sabía la cara que su puritana, viuda y cristiana madre le haría si se lo pedía. Contemplando el año viejo, de pie y en silencio, escuchando sus pensamientos y oyendo el ruido de los borrachos, la música y la pólvora, buscó con la mirada la botella de vino de manzana que todos los años su madre regalaba para el brindis. Fue cuestión de segundos, la botella estaba vacía, y enseguida para el ahora ebrio Fernando se abrió una nueva puerta de la percepción, una en la que toda la represión acumulada en meses de suspiros e ilusiones se desvanecía con cada paso, una en la que con el pecho inflamado de valentía Ella lo iba a saber, su joven corazón se iba a desahogar.

Al fin y al cabo esa era la idea de que todas estas personas se reunieran, cerraran la calle y sacaran los equipos de sonido. Algunos querían conseguir un mejor trabajo en el año nuevo, otros simplemente conseguir uno, otros un nuevo hijo, un poco más de plata, o cualquier cosa buena. Pues bien, Fernando quería una novia, una nueva novia en el año nuevo. Los dos, tres añoviejos se terminaban de consumir y giraban al compás de sus pasos, la música retumbaba en sus enclenques rodillas y las voces se encendían y apagaban a voluntad. Las miles de manchas de luz se movían, casi danzaban alrededor de sus ojos negros, su pelo castaño y su piel color caoba. El aire se atropellaba en sus pulmones y la sangre atosigaba sus venas; sus manos sudaban y sus antes rítmicas rodillas ahora castañeaban. Su hermoso vestido color curuba brillaba con los últimos destellos del ya consumido muñeco, y en medio de la borrosa visión su hermosa boca gritaba, “¡ese niño está borracho!”.

La visión se difuminó entre el ruido de indignación de las personas, la iracunda cara de su madre y el dolor que sentía al ser jalado por las orejas camino a su cama. Para él, al igual que para todos esos borrachos de aguardiente, vino de manzana, tamales o alegría, el sol que en pocas horas saldría no tendría nada nuevo en su regazo.

viernes, diciembre 23, 2005

(DES)ILUSIÓN

Nota: Si usted todavía experimenta ese impulso irracional que algunos denominan “espíritu navideño”, le recomiendo abstenerse de leer las líneas que siguen. Creo que no es necesario (aunque lo voy a hacer) mencionar que no aceptaré reclamos por depresión navideña, desilusión por exposición a la verdad –o a lo que yo creo que lo es- sin protección previa ni por cualquier malestar emocional que esta lectura pueda producir.

Un niño con cara de niño ilusionado salta a la salida de cualquier almacén, mientras grita a todo pulmón un villancico con su chillona y desafinada voz. Es navidad, la época en la que a la víspera del Niño Dios –cargado de regalos comprados por bolsillos más terrenales- todos los infantes del mundo recuperan el brillo que de sus ojos quitan las engorrosas ocupaciones escolares –y en muchos casos laborales-, la época en la que las entidades públicas gastan millonadas en decoraciones navideñas sólo para que los transeúntes recuperen la ilusión de la que sólo quedan las cenizas esparcidas, en todas las partes de nuestra memoria, por los vientos del tiempo.

Esa ilusión que se marchitó en el momento en el que nos dimos cuenta de la hipocresía de ese viejo gordo que no se quita la bata roja y de su producto rival, la caracterización infantil de un dios que sólo oye las oraciones de quienes no necesitan ser escuchados porque todo lo tienen y todo lo pueden hacer. La hipocresía que empieza en el hecho de que ese señor, que cabe en todas las chimeneas del mundo aunque tenga el trasero mas grande que el ego de Maradona, cumpla al mismo tiempo la doble labor de regalar juguetes a los niños ricos del mundo y de vender esos mismos juguetes a sus ciegos padres. Que se profundiza cuando las múltiples caracterizaciones que los perversos publicistas hacen de él nos muestran un blanco gordo y anglosajón alimentado a base de comida de McDonalds –según su panza bien indica-, quien seguramente tiene acciones en todas las firmas productoras de chécheres inútiles del mundo, las mismas que emplean a sus tan queridos niños para que les hagan zapatos Nike, Adidas o Reebok a otros niños, en jornadas de 16 horas por algunos centavos de dólar al mes.

Si me dedicara a listar todas las formas de hipocresía que la asquerosa cara de ese viejo encarna no terminaría nunca, el ejercicio se lo dejo al lector. Pero sería injusto con muchos comerciantes que por los gruesos dividendos que arroja realmente disfrutan la navidad no hablar de la otra cara de la moneda, la que ve el niño ilusionado que cotorrea villancicos, ese niño que a la puerta de algún almacén hace muchos años también fui yo. Nueve días de ardua espera y de “ven no tardes tanto”, pasados a punta de natilla y buñuelos, a la víspera de un dia final, el día más feliz del año junto con el cumpleaños. ¿La razón? Los regalos.

Era bonito cuando el mundo empezaba en un papel de regalo rojo y verde y terminaba en un adminículo divertido, traído por un espíritu que en sus entrañas paridas por una virgen –como si aún existieran- tenía el mismo espíritu navideño. Era bonito cuando uno en su embriaguez de alegría no veía lo que estaba detrás de los regalos, cuando el mundo giraba y se movía gracias a la ilusión; esa misma que se marchitó para mí el día en el que me desvelaron la verdadera naturaleza de ese espíritu y que cada día se aleja más cuando salgo a la calle y veo la verdad detrás de esta enorme mentira que los comerciantes bautizaron navidad.

jueves, diciembre 22, 2005

SORDIDEZ

Abundan por esta época las “respetables” señoras que orondas caminan entre miles de “dignos” señores y de “adorables” angelitos en un “exclusivo” –excluyente- centro comercial, en búsqueda de miles de cosas inútiles y/o no tan inútiles para regalarle a sus amistades, acreedores y favorecidos. Los señores, en tanto, ponen cara de misa de medianoche y simplemente hacen la función de cajeros automáticos de carne y hueso, mientras que los angelitos gritan y berrean cual terneros a punto de ser degollados que quieren el más caro, inútil e inverosímil de los juguetes. Sus estiradas madres no pueden negarse, y sus desgraciados padres pagan con resignación.

Cuentas de seis y siete ceros, la satisfacción plástica y efímera del comprador irresponsable y el dolor en los pies del que camina en búsqueda de la “felicidad” con algunos kilos de más en la panza. Ahora, la digna familia aborda su camioneta llena de bolsas, la misma que recorre muy pocos kilómetros por galón y bota tanto humo como puede, y se dirige a una novena de aguinaldos en la casa de cualquier ilustre, y sobre todo, digno conocido de el don o de la doña. En un semáforo cualquiera se acerca un niño con cara de hambre y un vaso sucio y ajado en sus raquíticas manitas:
-Mona, ¿me regala una moneda?
-No hay- responde la señora con cara de asco.
-Ah, bueno, feliz navidad en todo caso- responde el niño con tristeza y amargura. Si no consigue tres mil pesitos en la hora que le falta de trabajo, no podrá comer. Su madre no se lo permitirá.

El señor, con su conciencia de panzón irresponsable e ignorante, se vanagloria de la decisión de su esposa: ella, al no darle una moneda al infante, no alimentó la cadena de miseria. Tal vez no sepa que lo que piensa sólo es cierto en parte, tal vez no se de cuenta que está alimentando el resentimiento. La señora, en su autocomplacencia soportada por las toneladas de regalos que reposan en el baúl de su camioneta y por el brillo inmarcesible de sus joyas, no se acordó del argumento que le esgrimía a su esposo para que él pagara alguna ridiculez costosa: “es navidad”. Parece que ella cree que la navidad es sólo para la gente ‘bien’, para la gente como ella.

Llegan a la novena. Recibidos son los señores con una copa de champaña helada, y los niños con un vaso de cola negra con hielo. Toda clase de manjares en una mesa: pavos, perniles, quesos, natillas, buñuelos, arroces, pasabolas dulces y salados, salsas… Todo muy bonito, muy bien decorado, consumido con todo el estilo, clase y elegancia propios de la ‘gente bien’. Un rezo vacío, unos villancicos mal cantados, un par de horas de hipócrita adulación mutua, y un nuevo viaje en la camioneta camino a casa.

El niño que pedía monedas hace unas horas en la calle sólo pudo conseguir mil quinientos pesos. Eso alcanzó para un pedazo de panela, y con lo de sus cinco hermanos pudieron comprar, además de la panela, un par de huevos y unos panes para comer algo esta noche y mañana al desayuno. Después de caminar cuatro horas llegan al cambuche; están cansados pero felices: al fin y al cabo es Navidad, y tanto rezarle al Niño Dios no puede irse para la alcantarilla. Albergan la esperanza del ignorante y el sosiego del necesitado; del que ignora que hay miles de señoras como la de la historia que comen como cerdas y compran como idiotas y del que necesita, más que monedas, respeto y dignidad. Puede que en Navidad alguien les de un regalo y un poco de cariño, pero la esencia de esta época del año es su brevedad, y sobre todo, su sordidez.

Este es el primer ‘post’ de una serie de tres que voy a hacer con motivo de las fiestas. Lo hago para reconciliarme después de esta ausencia obligatoria cuyo motivo bien conocen algunos de ustedes.

martes, diciembre 13, 2005


¿Oír o no hacerlo? He ahí el dilema

IMPULSOS AUDITIVOS

Las coordenadas de la realidad son el oído y la vista. Cada lugar en el mundo se oye y se ve de una forma característica; de hecho se puede decir que los lugares casi son lo que en ellos suena y se ve. Las paredes, además de aislar el espacio, aíslan un lugar al separar su ruido del de afuera; por eso ponemos paredes con el mundo cuando cerramos las puertas, cuando ponemos música en un carro o cuando usamos audífonos.

Otra cosa es caminar. Es viajar entre el ruido de muchas partes, dejándolo existir y fenecer al instante con cada paso; caminar es estar en todas partes al tiempo e igualmente en una parte cada vez. Pero uno no se hace a la idea del ruido de tal o cual esquina, uno oye el ruido de la ciudad, es decir la suma de todos los ruidos de todas sus partes. Y cada ciudad suena de una forma, unas suenan a pajaritos y a gente contenta, otras a carros y a afanes, y otras, como Bogotá, a freno de aire de buseta y a taladro eléctrico.

Se supone que todos deberíamos vivir en un ambiente en el que el ruido no nos vuelva locos. Pero no, parece que esa fue otra de las cosas que se dejaron de lado cuando se diseñó esta ciudad. Empezando con el aullido de aquellos sicópatas de la música que se hacen llamar “vallenateros románticos” el cual es exhalado por los polvorientos parlantes de los buses de nuestra ciudad, y siguiendo con el coro de niños –que parecen atados de los testículos- cantando comerciales de navidad y/o villancicos y con la vulgar gritería de los “reguetoneros”, esos que creen que por ser negros –la raza que ha hecho la mejor música en Occidente- pueden ‘rapear’ detestablemente sobre el movimiento pélvico de “sus” féminas al compás de los sonidos que un sintetizador escupa. Todo esto amenizado por los aullidos de un locutor que cree que tiene una voz ‘setsi y seduptora’, quien gime como si estuviera en medio de una sesión de sexo desenfrenado y no habla como si se dirigiera a un público que merece respeto, aunque él no lo sepa.

Llego a mi destino, me bajo del bus, y la mal llamada música se ahoga en el pito de otro automóvil al cual le fue bloqueado el paso por el cacharro del que recién me bajé. Después del aturdimiento sentido por mi oído sensible, camino hacia una acera y me acostumbro a los berridos afanados de otros miles de carros, a las voces de los vendedores y a los pitos de los inútiles policías de tránsito. Por suerte, solo tres cuadras me separan del silencio de mi hogar.

Ando rápidamente, paso por un concesionario en construcción y por el ruido de un martillo eléctrico, por un par de conductores afanados más y por un camión de trasteos en reversa; saludo al vigilante, subo las escaleras, abro la puerta, y ¡mierda!, alguien taladra… Sólo digo que soy afortunado, al menos no vivo al lado del Aeropuerto, otro sector que se les escapó a las brillantes mentes de nuestros urbanistas...

jueves, diciembre 01, 2005


Y si la pide, me le dan la ñapa...

EL CORRIENTAZO

Todo empieza en un andén cualquiera del centro de Bogotá. Un payaso bullicioso y decadente, armado de sus más estrambóticos y desteñidos ropajes, se dirige al público peatón que a esa hora del medio día parece hambriento. El personaje empieza su pregón, saca su más payasesca –no se cómo describirlo de otra forma- voz y empieza a berrearle al megáfono el siguiente estribillo: “Siga la dama, siga el caballero. Siga el infante, ¡sigan todos! ¡Se les tiene el más delicioso, nutritivo, apetitoso y esplendoroso almuerzo corriente! ¡Sopa o principio, seco y jugo por tan sólo… ¡tres mil pesitos! ¡Bienvenido al Restaurante El Corrientazo, donde come bien y come barato!”

Este humilde cronista, más movido por su abundancia de hambre y su escasez de metálico que por el triste teatro del payasito, decide entrar al eléctrico establecimiento a tomar una vianda de “sopa, seco y postre” que le permita mantenerse en pie durante la tarde sin sufrir los reclamos de su ya maltrecho estomaguito. El sitio es exactamente lo que uno espera que un payaso como el de la entrada venda: bullicioso, decadente, estrambótico y desteñido. El sonido de la olla a presión se funde con el de los cubiertos y con el grito del mesero que le pide a gritos a la dependiente uno “de fríjol con carne”, mientras que un ejército de personas tan hambrientas como yo devoran con avidez sus almuerzos, que por cierto no huelen nada mal.

Busco una silla, y sólo encuentro una en el último rincón, al lado de una nevera de esas donde se ponen las gaseosas. Hasta allá llega el mesero, un tipo algo grasoso con cara de “aquí mando yo”, pero muy amable. Me ofreció de principio acelga, fríjol o “sopa de sancocho”; de seco papa, plátano, arroz, y carne frita o pollo sudado; y de sobremesa jugo de curuba en agua. Me incliné por la sopa y por la carne, no confío en los efectos secundarios de los fríjoles de la calle ni en la limpieza de una acelga, y mucho menos en el pollo que según el viejo mito urbano es pura y legítima carne de paloma.

Lo que sí es como un corrientazo es el servicio, no había yo terminado de decir gracias cuando ya llegaba la sopa, humeante y llena de “recado”. La devoré como en tres minutos, gracias a la voraz hambre que hasta entonces me atormentaba. El seco llegó, una montaña de harinas con un pedazo pequeñito de carne –era lo menos que se podía esperar por tres mil pesos-. También lo devoré, y no se si era por la ansiedad o por la sazón pero me supo a gloria, a lo que debió saberle a Maradona el beso que le dio a la Copa del Mundo en 1986.

Para sorpresa de algunos y supongo que para alegría de muchos, hasta el momento no he tenido problemas digestivos colaterales por la ingestión de almuerzo corriente, ni tuve inconvenientes por la aparición de objetos asquerosos de origen no identificado en algo de lo que me sirvieron –o al menos no me di cuenta-. Pero le agradezco a esa incoherencia tan característica de esta ciudad y esa necesidad constante del rebusque, que existan guaridas donde uno pueda matar el hambre por tres mil pesitos, donde los payasos vendan comida y donde el único riesgo de choque eléctrico es una indigestión monumental.